martes, 23 de marzo de 2010

Ser uno mismo. Por Piero Ferrucci

Antes o después, todos nosotros nos enfrentamos a un viejo dilema: ¿Qué es realmente bello y qué no lo es? Tal vez algunas "obras maestras inmortales" nos dejaron fríos y ¡qué culpables nos sentimos! Quizá nos gustó un cuadro sólo tras leer el nombre del pintor, o disfrutamos una pieza musical después de haber sabido que era de Beethoven. O quizá, inseguros de nuestro juicio, permitimos a otros que nos guiasen para escoger una casa un coche o un traje. A continuación, nos sentimos incómodos por haber carecido de confianza en nosotros mismos. En otras ocasiones, cuando realmente vimos y apreciamos la belleza, el sentimiento que nació en nosotros fue sincero: fue inconfundiblemente nuestro. A fin de cuentas, ¿qué puede haber de más indiscutible que el gozo puro?

¡Pero con cuánta facilidad se dificulta esta búsqueda! Todo el mundo quiere la belleza, y es ahí donde empieza el problema. Las relaciones entre las personas, las actividades productivas, los intereses económicos y las relaciones de poder, de un modo u otro, están todas influenciadas por la manera en que percibimos la belleza. Es inevitable el que la sociedad, en lugar de dejar que la belleza sea presa de criterios transitorios e impredecibles, establezca e imponga normas homogéneas estables y comunmente aceptadas. Esta presión es uno de los muchos precios que pagamos por vivir en una sociedad civilizada. En la mayoría de los casos se acepta tácitamente, en parte por indiferencia, y en parte porque desafiar dicha presión generaría ansiedad y tensión.

Quienes siguen la Vía de la Belleza deben apartarse de la dictadura cultural y salir a una tierra de nadie en la que todo es nuevo y desconocido. Sólo entonces pueden encontrar la belleza en toda su fuerza. Deben aprender a vivir fuera de los estereotipos y de las actitudes anticuadas y liberarse de cualquier vínculo, ya sean papeles, lazos, ideologías, intereses o hábitos, que pueda refrenarles. Tienen que aprender totalmente de nuevo, sin miedo ni dudas, a ser ellos mismos.

Así es como nació la caricatura de los artistas excéntricos (así como la del rebelde y la del inadaptado). Puede que los artistas parezcan extraños porque, con su deseo de ser auténticos a sí mismos, no se ajustan a las expectativas de los demás y a los roles aceptados de la cultura.

Junto con la crítica ordinaria de que son excéntricos, los artistas han sido acusados a veces de narcisismo. Se les ve como personas totalmente sumergidas en su propio mundo, que descuidan los problemas reales y a las personas reales, que están sólo preocupados de sus fantasías y visiones. La mayoría de las veces, sin embargo, lo suyo no se debe tanto al narcisismo como a una cuidadosa escucha interior. Y en lugar de ser improductiva o superflua, esta actitud es la misma fuente de su mejor trabajo.

De hecho, quienes recorren la Vía de la Belleza se convierten en instrumentos extremadamente afinados, capaces de registrar las más mínimas variaciones. Perciben los colores y las líneas, el sonido y el espacio, con una agudísima atención; sienten las emociones sutiles que nadie es capaz de describir. Sustituyen la esclavitud del consenso social por la guía de su propia sensibilidad, emparejada con un grado excepcional de estado de atención y exactitud. Verdaderamente abiertos a la belleza, no siguen ciegamente a los coros de asentimiento o disentimiento, sino que, por el contrario, miran con sus propios ojos, escuchan con sus propios oídos, sienten con sus propios corazones.