miércoles, 26 de diciembre de 2012

La gran mierda nos ataca y no sabemos como defendernos.

Hoy es el gran día, el día en que se hace tuyo el naufrago de la vergüenza, de las despedidas sin reencuentros, de las noches azotadas por estrellas nauseabundas que destruyen los fracasos acumulados como pelos en los peines. El día en que esa insignificante colilla apagada en mi mente vuelve a arder. Un arder apagado pero esperado. 

No por nada sino por algo, el fin del principio que tanta oscuridad de la noche me ha robado, un sin fin de amaneceres calenturientos, apagados sólo por el poco agua que por las mañanas nos queda en el estómago, todavía anudado, jiñado de palabrotas sin sentido, de manifaceras poesías, palabras rotativas que no te llevan más que a cuatro feas serpientes deslizándose de arriba a abajo en una cueva sin paredes.

Sólo un sobre con su nombre por fuera en letras mayúsculas que dice en pocas palabras lo poco que se sabe y que sabemos sobre algo. Algo que no es, una cosa que vacía no tiene nada pero llena tampoco, qué ni se vacía porque está llena, ni se llena porque está vacía.

¿No dicen nada tus tripas, cuando por las mañanas oyen rugir con más fuerza que el día anterior a las vecinas de enfrente? Mil y un llorares de una pobre luciérnaga apoyada en el filamento de una asquerosa bombilla, que solo se enciende cuando a ti no te da la gana. Pero peor aún es encontrarse y perder entonces toda la gracia que tiene el juego de enrollarte con el gusano que vive encima de ti.

No se es como se quiere ser, sino como los demás no quieren que seas, ni como quieras querer ser, porque el día que seas como tú quieras, serás lo que no puedas ser. Y si no que me lo pregunten a mí, que no te lo respondería.